Saturday, December 01, 2012

Citas: Cronica de una muerte anunciada. (Gabriel García Márquez)



-Todos los sueños con pájaros son de buena salud -dijo.
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-Ya estás en tiempo de desbravar -le dijo.
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Victoria Guzmán necesitó casi 20 años para entender que un hombre acostumbrado a matar animales inermes expresara de pronto semejante horror. «Dios Santo -exclamó asustada-, de modo que todo aquello fue una revelación!»
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«Mi hijo no salía nunca por la puerta de atrás cuando estaba bien vestido».
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Clotilde  Armenta, la dueña del negocio, fue la primera que lo vio en el resplandor del alba, y  tuvo la impresión de que estaba vestido de aluminio. «Ya parecía un fantasma», me dijo.
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-Por el amor de Dios -murmuró Clotilde Armenta-. Déjenlo para después, aunque sea  por respeto al señor obispo.
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«Fue un soplo del Espíritu Santo», repetía ella a menudo. En efecto, había sido una  ocurrencia providencial, pero de una virtud momentánea.
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Nadie se preguntó siquiera si Santiago Nasar estaba prevenido, porque a todos les  pareció imposible que no lo estuviera.
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Pero después  de que el obispo pasó sin dejar su huella en la tierra, la otra noticia reprimida alcanzó su  tamaño de escándalo.
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-Hay que estar siempre de parte del muerto
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Mi madre le dio la bendición final en una carta de octubre. «La gente lo quiere mucho  -me decía-, porque es honrado y de buen corazón, y el domingo pasado comulgó de  rodillas y ayudó a la misa en latín.» En ese tiempo no estaba permitido comulgar de pie  y sólo se oficiaba en latín, pero mi madre suele hacer esa clase de precisiones superfluas  cuando quiere llegar al fondo de las cosas.
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-Cuando despierte -dijo-, recuérdame que me voy a casar con ella.
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«Muchachas -les decía-: no se peinen de noche que se retrasan los navegantes.»
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«Son perfectas -le oía decir con  frecuencia-. Cualquier hombre será feliz con ellas, porque han sido criadas para sufrir.» 
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y mi madre decía que había nacido como  las
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grandes reinas de la historia con el cordón umbilical enrollado en el cuello.
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pues los cuatro habíamos crecido juntos en la escuela y  luego en la misma pandilla de vacaciones, y nadie podía creer que tuviéramos un secreto  sin compartir, y menos un secreto tan grande.
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Se había dormido a fondo cuando tocaron a  la puerta. «Fueron tres toques muy despacio -le contó a mi madre-, pero tenían esa cosa  rara de las malas noticias.»
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Sin embargo, la realidad  parecía ser que los hermanos Vicario no hicieron nada de lo que convenía para matar a  Santiago Nasar de inmediato y sin espectáculo público, sino que hicieron mucho más de  lo que era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron.
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Les recordé que los hermanos Vicario sacrificaban los mismos  cerdos que criaban, y les eran tan familiares que los distinguían por sus nombres. «Es  cierto -me replicó uno-, pero fíjese que no les ponían nombres de gente sino de flores.» 
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«Parecían dos niños», me  dijo. Y esa reflexión la asustó, pues siempre había pensado que sólo los niños son  capaces de todo.
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Pedro Vicario me pareció siempre más sentimental, y por lo  mismo más autoritario.
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-Esto no tiene remedio -le dijo-: es como si ya nos hubiera sucedido.
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Halcón que se atreve con garza  guerrera, peligros espera.
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El cuerpo había sido expuesto a la contemplación  pública. en el centro de la sala, tendido sobre un angosto catre de hierro mientras le  fabricaban un ataúd de rico.
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La masa encefálica pesaba sesenta gramos más que 1a de un  inglés normal, y el padre Amador consignó en el informe que Santiago Nasar tenía una  inteligencia superior y un porvenir brillante.
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-No puedo -dijo-: hueles a él. No sólo yo. Todo siguió oliendo a Santiago Nasar aquel día.
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De modo que no era concebible que  fueran a alterar de pronto su espíritu pastoral para vengar una muerte cuyos culpables  podíamos ser todos.
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al amparo del agotamiento  público,
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Al verla así, dentro del marco idílico de la ventana,  no quise creer que aquella mujer fuera la que yo creía, porque me resistía a admitir que  la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura.
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Lo que más me sorprendió fue la forma en que había  terminado por entender su propia vida.
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Había hecho  más que lo posible para que Ángela Vicario se muriera en vida, pero la misma hija le  malogró los propósitos, porque nunca hizo ningún misterio de su desventura. Al  contrario: a todo el que quiso oírla se la contaba con sus pormenores, salvo el que nunca  se había de aclarar: quién fue, y cómo y cuándo, el verdadero causante de su perjuicio,  porque nadie creyó que en realidad hubiera sido Santiago Nasar.
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La verdad es que hablaba de su desventura sin ningún pudor para disimular la otra  desventura, la verdadera, que le abrasaba las entrañas.
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Dueña por primera vez de su destino, Ángela Vicario descubrió entonces que el odio y  el amor son pasiones recíprocas.
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Se asustó, porque sabía que él la estaba viendo tan disminuida como ella lo  estaba viendo a él, y no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para soportarlo.
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Durante años no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta diaria, dominada  hasta entonces por tantos hábitos lineales, había empezado a girar de golpe en torno de  una misma ansiedad común. Nos sorprendían los gallos del amanecer tratando de  ordenar las numerosas casualidades encadenadas que habían hecho posible el absurdo,  y era evidente que no lo hacíamos por un anhelo de esclarecer misterios, sino porque  ninguno de nosotros podía seguir viviendo sin saber con exactitud cuál era el sitio y la  misión que le había asignado la fatalidad.
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Pero la mayoría de  quienes pudieron hacer algo por impedir el crimen y sin embargo no lo hicieron, se  consolaron con el pretexto de que los asuntos de honor son estancos sagrados a los  cuales sólo tienen acceso los dueños del drama.
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Sobre todo, nunca le pareció legítimo que la vida se sirviera de tantas  casualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera sin tropiezos una muerte  tan anunciada.
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Ángela Vicario, por su parte, se mantuvo en su sitio. Cuando el juez instructor le  preguntó con su estilo lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella le  contestó impasible:  -Fue mi autor.
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«Me hice bolas  -me explicó Celeste Dangond- pues de pronto me pareció que no podían matarlo si  estaba tan seguro de lo que iba a hacer.»
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La fatalidad nos  hace invisibles.
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Flora Miguel lo esperaba en la sala, verde de  cólera, con uno de los vestidos de arandelas infortunadas que solía llevar en las  ocasiones memorables, y le puso el cofre en las manos.

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